Amanecer

El otro día, por la noche, volviendo a casa después de haber estado con unos amigos en un bar, donde la falsa sensación de felicidad es tan efímera como el tiempo que tarda el hielo de tu vaso en derretirse, me sobrevino la repentina necesidad de aislarme, de quedarme solo y reflexionar. Así, llegué hasta la playa, a tan solo cuatro pasos de mi casa; me acerqué hasta pocos metros de la orilla y me senté. El móvil me avisó entonces de que acababa de recibir un mensaje de alguien; ni siquiera lo leí. No quería que nada enturbiase ese mágico momento donde la calma de las olas hacen brotar espontáneamente de tu mente decenas de melodías, centenares de recuerdos, y tantos otros pensamientos. Levanté entonces la cabeza, descubriendo ante mí un genial mapa de estrellas, y hasta me entretuve un rato imaginando figuras, uniendo puntos blancos en la inmensidad del firmamento. Pasado un rato, me di cuenta de que la luna no había salido aquella noche. La busqué, mas fue en vano. Las nubes la cubrían con un velo de invisibilidad. Y fue en ese momento cuando, rastreando con mi imaginación entre todo el mar de estrellas en busca de cualquier rastro que hubiera podido dejar la luna, topé inesperadamente con un punto luminoso que por su color y brillo jamás había visto hasta entonces. Sólo sé decir que despuntaba de tal manera de las demás, que estremecía de lo hipnotizante que era. Parecía ser la única capaz de aguantar mi mirada sin antes difuminarse entre el gran espesor de la nada, la única de no avergonzarse, como yo, de su soledad y desasosiego, y de seguir brillando, aún con luz rasgada, como la más bella. Nos miramos y casi alcanzamos a tocarnos. Fallamos, pero el silencio con el que aguarda la complicidad que se halla semioculta, nos bastó. Sabedor de la imposibilidad de nuestras intenciones, cerré impotente los puños, mientras el cielo derramaba polvos de estrella. Poco después, los primeros rayos de sol empezaron a iluminar el cielo anunciando la llegada de un nuevo día. Las aguas marinas despertaron de su sueño y empezaron a agitarse, revueltas, hasta escupir espuma, que cubría toda la superficie. Cuando quise volver a fijarme, ese maravilloso punto luminoso había ya desaparecido. Rastreé de nuevo los cielos, frenético, en su búsqueda. Pero era ya demasiado tarde. Las olas, que seguían rugiendo, se levantaron embravecidas y salpicaron mi rostro, que quedó impregnado de sal y agua. Y, al girarme, me pareció por un momento ver asomar la luna, furiosa, inundada de envidia, desprotegida al fin de su manto infinito e invisible, dañada en lo más hondo de su orgullo.
By CORSSO

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <strike> <strong>