Cenicienta

La mujer, hermosa y jovial, se mudaba delante del tocador de su habitación. Acababa de vestirse con un resplandeciente y ajustado vestido azul, cuyo diseño resaltaba sus finos hombros, sus voluptuosos senos, su perfecta sinuosidad femenina. Se examinaba delante del cristal con la fragilidad e inocencia pueril con que lo haría una chica de quince años que acude a su primer baile, mientras cantaba, risueña, una canción de cuna.
Cogió un pintalabios rojo y lo apretó contra sus tiernos labios; acto seguido, cubrió a éstos de un candente color carmín, tan intenso como las ascuas del fuego, emanantes de centellas incandescentes.
Con un fino lápiz resiguió sus negras pestañas, las cuales contrastaban con la maravillosa transparencia de sus pupilas, desde las cuales se podía acceder hasta lo más hondo de su corazón. Acto seguido, esparció por su rostro un fino polvo, ‘polvo de estrellas’, gustábale decir, pues eran derramados suavemente para palidecer tímidamente sus mejillas, como si de una lluvia de cometas en medio de la opacidad absoluta del universo se tratara.
Tras eso, tomó su extenso y perfumado cabello jazmín, y, liberándolo del recogedor que lo mantenía sujeto, lo dejó caer, ondulante y harmonioso, hasta su máximo punto de flacidez. Luego, recogió de una pequeña y redonda cajita de porcelana unos pendientes vistosos y relucientes que parecían bailar alrededor de su rostro.
Cuando hubo hecho todo eso, dirigióse al fin a calzarse. Cogió con dulzura los tacones comprados para la ocasión tan sólo unas horas atrás y deslizó cuidadosamente sus pies, los cuales se introdujeron hasta encajar perfectamente en su interior. Acto seguido, roció su cuello de cisne con unas gotas de perfume, recogió su abrigo y salió de casa.

En la calle la luna había tomado posesión del cenit y parecía rugir, silenciosa, envuelta entre nubes de algodón. Mientras tanto, la mujer proseguía su camino, bajo la complicidad de las estrellas, entre calles tan grises que ni tan siquiera las luces anaranjadas de las farolas se atrevían a iluminar.
Al fin llegó al punto donde debería recogerla el carruaje, así que se detuvo en un rincón de la calle y esperó. Pasaron varios coches; también varios hombres de a pie; pero ninguno pareció recalar en su presencia, demasiado inalcanzable y poderosa para aquellos que recorren el camino de sus vidas sin levantar la vista de sus pies. Poco después, un coche negro metalizado se detuvo frente a ella y una puerta se abrió. Un breve juego de miradas bastó para que, sin vacilar, se introdujera en su interior.
A dentro, silencio. Pianos y violines amenizaban el trayecto, creando una absorvente atmósfera de placer y relajación. Los retrovisores destellaban al paso de cada neón, impregnados de un casi imperceptible lloviznar que poco a poco iba humedeciendo los cristales con sus finas gotas resbalando y jugueteando mansamente. Finalmente, tras unos minutos, el motor se detuvo. Entonces, sin más ruido que el respirar de ambos cuerpos, un salvaje juego de unión se desenvolvió entre besos, mordiscos y caricias bajo la tutela de la soledad más absoluta.
Al amanecer, la mujer llegó a casa. Se desabrochó el incómodo traje que a duras penas conseguía encajar en su embutido cuerpo, se despojó de los incómodos zapatos que le habían mortificado sus hinchados pies durante una noche entera y se lavó la cara, dejando al descubierto un rostro seco, mustio, imperfecto. Se dirigió a la cocina, llenó un vaso de ginebra y bebió. Luego fue hasta la cama, se echó, y empezó a llorar. Cuando las lágrimas que salpicaban su entumecida tez se agotaron, se revolvió entre las sábanas, lanzó un suspiro y, deseando no despertar jamás, la prostituta, desolada, cerró los ojos.
By CORSSO

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